UNA RAYA EN EL MAR

Ignacio Ortega

(ignacio.ortegac@gmail.com)

 

 

En la EGB durante los años 70 en la escuela había una materia tediosa para alumnos y maestros que eran las manualidades. Mientras los niños intentaban hacer lámparas y bricolaje, a las niñas les enseñaban a pegar botones, hacer ojales y a tejer a crochet  con dos agujas.  Pero la ortografía era el buque insignia de los maestros, era una industria a gran escala que compensaba la banalidad de las manualidades.

Todo el mundo aplicaba la escritura con rigor ortográfico. Y cuando ya habíamos conseguido una calidad ortográfica impresionante nuevas generaciones universitarias no ponen la tilde ni en la palabra corazón, quizás a causa del escaso hábito lector, a la rapidez con que se escribe en las redes o quizás al flujo constante de comunicación digital, que ha erosionado las normas lingüísticas tradicionales.

En qué mala hora Nebrija redactó  la primera norma gramatical del castellano. Desde entonces las faltas de ortografía son tan antiguas como la gramática, y fueron el caballo de batalla García Márquez o Juan Ramón Jiménez, que se encasquillaron uno entre la b y la v y otro entre la g y la j, dejando en evidencia a los maestros, militantes de la ortografía de aquellas desoladas escuelas nacionales. 

A mi me ocurre también, amigo lector,  que por más atención que pongo en lo que escribo tras un texto puede saltar un pequeño desastre ortográfico.  Cuando doy por concluido mi artículo vuelvo a releer, repasar, corregir, sustituir o acentuar...pero estoy demasiado cerca del texto escrito y hay cosas tan garrafales que se terminan por no ver. El periódico  tiene  editores pero no correctores con otra mirada hacia el texto. Una palabra diacrítica, un acento, una coma mal situada te expone al ridículo y alegra a los que te detestan, que no ocultan su mala cuando no quieren ver que, tras la pasión por escribir, se esconde el riesgo ortográfico.

En mi infancia, mientras mi abuela preparaba la cena yo ensayaba en la ventana de la cocina,  donde el vapor se hacía más blanco sobre los cristales, la ortografía del día siguiente. Las papas hervían en el puchero sobre el infiernillo de petróleo y los vidrios, tras el frio de la oscuridad, quedaban blancos por el vapor, como una hoja del cuaderno donde escribir.   Luego, a la hora de acostarme, mientras me dormía soñaba la ortografía, o tal vez la recordaba entre sueños junto a la palmeta del maestro.

Desde entonces escribo cuentos en sábanas blancas que solo conocen mis nietos. Desde entonces, mientras hierve el agua en la cocina o crece el vapor sobre la ducha y todo se evapora sobre el cristal, mientras la noche se disuelve afuera, para expresar pasión y para enhebrar la vida, coloco tilde en todas las palabras que amo, como feróz, felíz, esperánza, solidaridád o morír.