Carlos Dueñas: “Hoy traemos un TONDI con un especial San Fermín y los misterios de los toros”
Ni las crónicas romanas, ni las visigodas, ni las islámicas sobre la Península Ibérica, repararon en unas extrañas esculturas de granito que representaban toros, cerdos o jabalíes y abundaban al oeste de la Meseta. Hubo que esperar hasta finales de la Edad Media para que un texto, el Fuero de Salamanca, redactado en torno al siglo XIII, hiciese referencia a una de estas figuras conocidas como verracos.
En dicha compilación de leyes, la talla de un toro de piedra, situada en el puente romano que salva el cauce del río Tormes a su paso por la ciudad salmantina, adquirió una función de carácter jurídico, de enclave delimitador. Si algún ladrón o delincuente lograba alcanzar aquel punto, sus perseguidores deberían abandonar la persecución bajo pena de pagar un maravedí de multa en caso de no hacerlo, a menos que fueran autoridades del concejo.
El problema es que esa competencia modernista del verraco no se correspondía en absoluto con su significado original. La génesis de estas esculturas —hay unas 400 documentadas en España y 20 más en Portugal—, talladas principalmente en la Segunda Edad del Hierro y halladas en la zona de la Meseta noroccidental, entre las cuencas del Duero y el Tajo, se circunscribe al pueblo celta de los vettones, quienes habrían adoptado esta tradición escultórica de los íberos del sureste peninsular, bien relacionados con los griegos y fenicios y que labraron imágenes de animales mitológicos en caliza y areniscas. No obstante, se trata de una cultura que se siguió desarrollando en época romana, hasta el siglo II.