UNA RAYA EN EL MAR

TRAS LA NOCHE DE SAN JUAN

Camino temprano calles empapadas por la neblina y la humedad esponjosa que las hogueras dejaron la noche pasada. Las risas, el amor, los abrazos, todo está quieto. Balanceo mi mirada por entre los bordes de los edificios donde flota esa neblina en forma de bruma, mientras los recuerdos me llevan  veinticinco años atrás,  cuando cambié el mar verde de los olivos de mi infancia por este otro mar azul inmenso del que tan sólo conocía su rumor, que  escuchaba a través de una caracola grande y rosada sobre mi oreja.

¿Qué queda de aquel tiempo al que llegué una noche de hogueras? Apenas nada más que uno mismo y el tiempo justo para  empezar a comprender la nueva ciudad a través de los versos de Valente, el dolor de Goytisolo y de la luz azul y serena de Pérez Siquier. De aquel tiempo gastado sólo me quedan un par de zapatos descoloridos y las infinitas sombras danzando en aquella playa del Zapillo.

No conocía qué era entrar en la vida fulgurante de la noches de San Juan, saltar a través de la llamas, embravecido entonces por un cuerpo juvenil imposible de alcanzar. Desconocía que, tras el fuego purificador y la mar, la gente bebía hasta diluirse entre risas y desmemorias y  encuentros fortuitos con desconocidos sin perdón.

Entonces aprendí que ese fuego podía llenar los silencios de conversaciones vacías, que no dicen nada, pero te advierten que estamos aquí, gravitando junto a un mar que vive la misma tierra que pisamos. Ni nunca había percibido con tanta convicción este privilegio geográfico que es vivir al sur del sur donde, al día siguiente de cualquier noche, el espacio se llena de una luz sin nombre que el mar proyecta sobre la ciudad. No, no conocía el prodigio de esta ciudad cuando se levanta al día siguiente, tras las luminarias de  San Juan. Nunca me había asomado a un amanecer así.

Camino junto a este mar milenario de frontera y muerte. Veo el vaho que deja el mar subir y cubrir, como un bautizo, el nuevo día. Veo a los emigrantes que vuelven de los confines de Europa cruzar el parque Nicolás Salmerón, envueltos en esa neblina que dejaron las hogueras. Son un murmullo de chilabas, rancias por el tiempo, mujeres, ancianos y niños gastados por miles de kilómetros  hacia el rumor de motores encendidos de los ferris.. Al fondo, urgiendo la partida, suenan acompasadas las bocinas de Paso del Estrecho   reventando de ruido los edificios  enfrente del parque.

Pero aquel mar verde inmenso de olivos que dejé reside en vivir, dentro de mí, fundido con este otro mar en el espacio feliz de la memoria, como una roca. Nunca podrá tragárselos el olvido.

Ignacio Ortega

ignacio.ortegac@gmail.com