Pepe Pérez Sirvent: “Hay cinco factores críticos que nos conducen a obtener la libertad financiera”
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Había una vez un burro que llevaba una existencia de esclavitud miserable. Era propiedad de un anciano campesino que lo utilizaba para conrear el campo. La vida de aquel asno era tan monótona y repetitiva que siempre andaba triste y cabizbajo por no gozar de libertad. Sin embargo, estaba resignado; en ningún momento se planteaba la posibilidad de vivir la vida de otra forma.
Un buen día, el campesino se llevó al burro para transportar unas mercancías al pueblo de al lado. Y tras completar su trabajo, volvieron de regreso hacia casa de madrugada por un prado por el que no habían pasado nunca. La noche era tan oscura que apenas se veía por dónde caminaban. Y de pronto, el asno se cayó dentro de un pozo vacío y abandonado que estaba cubierto por la maleza. El hombre sacó su linterna, miró hacia abajo y vio que el burro seguía vivo. Sin embargo, observó que el agujero en el que se había caído era demasiado profundo, concluyendo que era imposible sacarlo. Y dado que era muy tarde, el campesino se fue a su casa, dejando ahí al pobre animal.
El burro se pasó toda la noche solo, lamiéndose las heridas.
Estaba aterrado. Al día siguiente apareció el anciano campesino junto con otros vecinos de su pueblo. Nada más verlos, el asno empezó a rebuznar de alegría, mirándolos con un brillo especial en los ojos. Sin embargo, el campesino había decidido dejar morir ahí al burro. Eso sí, para que nadie más volviera a caerse dentro de aquel pozo, se propuso sellarlo tirando tierra dentro de él. Y así fue como, palada tras palada, fueron llenando de arena aquel agujero.
Enseguida el animal se dio cuenta de lo que estaba pasando. Y para tratar de evitarlo empezó a moverse con todas sus fuerzas, pero el pozo era tan estrecho que tan solo podía dar vueltas sobre sí mismo.
Después de caerle encima montones de tierra, el burro tenía la cara recubierta de arena. No podía ver nada y le costaba cada vez más respirar. Fue entonces cuando empezó a sufrir un ataque de ansiedad. Y esta vez sus rebuznos transmitían impotencia, pánico e histeria. Eran desgarradores. Y justo en el momento en el que se rindió, aceptando su cruel destino, fue recuperando la calma. Y en vez de intentar mover su cuerpo, se quedó quieto, agachando la cabeza hacia el suelo.
Al actuar de esta manera, la tierra dejó de caerle en la cara y poco a poco fue recobrando la vista y empezando a respirar mejor. Y como acto reflejo, comenzó a sacudirse la arena que le iba cayendo encima, pisándola y aplanándola con sus pezuñas. De este modo, cada vez había más tierra por debajo del asno, reduciendo la distancia que le separaba de la salida de aquel pozo. El burro había aprendido a usar en su propio favor las paladas de arena que le estaban echando encima para enterrarlo.
Horas más tarde, el anciano campesino y sus vecinos se sorprendieron al ver salir a aquel animal por su propio pie. Y nada más pisar la pradera, toda la gente se quedó atónita. La mirada de aquel burro rebosaba fuerza, madurez y optimismo. Se sentía agradecido por la experiencia que acababa de vivir en aquel pozo, como si hubiera muerto y renacido. Y con un renovado brillo en sus ojos, miró por última vez a su antiguo dueño y salió trotando en dirección al bosque, iniciando una nueva vida en libertad.