Rosetta, la piedra que abrió la puerta hacia la Antigüedad

El Siglo de las Luces tocaba a su fin y las guerras de Bonaparte habían dado cerrojazo a una Ilustración que hacía aguas en su empeño de iluminación universal. Sin embargo, de los últimos estertores de una Europa con su mirada ya decidida a aventurarse en la expansión imperial y colonial por el continente africano y asiático, emergería la llave de una de las puertas que permanecía cerrada al intelecto de los sabios de peluca rizada que dieron al mundo el racionalismo y la democracia parlamentaria. Se trataba de los horizontes de una nueva Antigüedad, de unos nuevos orígenes del ser humano con una historia cargada de significado y que abrían el conocimiento histórico y el análisis racional etapas hasta entonces desconocidas.

Parece una gran ironía que tuviera que ser como producto de la misma campaña militar que encumbró al poder a un pequeño oficial de artillería corso que la Europa culta adquiriera lo que iba a constituirse en la llave de una Antigüedad solo intuida hasta entonces. Durante la campaña militar francesa de conquista en Egipto en 1798, en el escenario del enfrentamiento posrevolucionario con el Imperio británico, un teniente francés de ingenieros de nombre Bouchard encontró cerca de la población de Rashid (Rosetta era el nombre empleado entonces), en el delta occidental del Nilo, un objeto de piedra inscrito que iba a cambiar el modo de concebir el pasado con el que nuestra civilización contaba hasta la fecha. Por su atención al darse cuenta de que esa piedra no era un escombro más con el que fortificarse contra las tropas de una Britania herida en su orgullo de señora de los mares, el sagaz teniente fue recompensado con una larga carrera militar, de la que una parte considerable transcurrió en España y Portugal como prisionero de una guerra desencadenada por el encumbrado jefe corso que les había abandonado en las cálidas tierras de Egipto. El destino del teniente Bouchard y el de su hallazgo, la piedra de Rosetta, fue el mismo. Ambos acabaron en las islas británicas. El primero regresó a su patria y su familia finalmente, aunque su temprana muerte dejó a su viuda con una pensión mísera como sanción por su fidelidad al líder corso. La segunda quedó en Londres, entre la bruma y la lluvia que no había conocido en su país de origen, y allí sigue.

La importancia del hallazgo no podía ser minimizada. Por primera vez la ciencia y sus servidores tenían delante de sus ojos lo que parecía ser un mismo texto en tres tipos de escritura, griego clásico, demótico y jeroglífico. La primera de ellas era bien conocida y, por lo tanto, el significado del mismo no era un misterio. Se trataba de un decreto de Ptolomeo V (204-180 a.C.) relativo a su ascensión al trono y las exenciones de impuestos a una serie de templos. Nunca antes se había tenido acceso a un texto en alguna de las escrituras originales de Egipto y que se conociera su significado. Copias de las tres secciones se distribuyen por Europa con cierta celeridad. De las dos escrituras egipcias representadas en el monumento, la demótica era conocida fundamentalmente por tratarse de una escritura cursiva empleada fundamentalmente para el uso administrativo, mientras que la jeroglífica, la más característica de las escrituras emanadas del valle del Nilo, se empleaba en los impresionantes monumentos que la expedición del pequeño corso había presentado a los ojos de una Europa de conocimiento y de dominio, por ese orden.

Los nombres de los faraones parecían aparecer encerrados en estructuras ovaladas denominadas "cartuchos" FOTO: THE BRITISH MUSEUM

Junto a los militares franceses viajaron un grupo de expertos y sabios que produjeron la Description de l’Egypte, una obra, como no, enciclopédica, sobre las maravillas de ese país, reproduciendo con detalle monumentos y lugares que habían sido desconocidos por Europa hasta entonces. Estos monumentos estaban cubiertos de una escritura llena de dibujos de pájaros, animales y figuras humanas que habían atraído la curiosidad de los visitantes, aunque nadie había sido capaz de entender su funcionamiento.

Lo atractivo de esta escritura había hecho pensar a los estudiosos que se trataba de una grafía simbólica. Es decir, que para hablar de un objeto se representaba el propio objeto. Este modo de pensamiento no había conducido a ningún logro concreto. Se habían realizado pequeños avances proponiendo que el sistema lleno de animalillos, en el fondo y quizá, representara sonidos y no ideas. Un joven genio francés, Jean-François Champollion (1790-1832) profundo conocedor de lenguas orientales dedicó su corta vida al empeño de desentrañar ese misterio. Entre su bagaje se hallaba el conocimiento de la lengua copta, empleada por los cristianos egipcios en la liturgia y en los textos sagrados, tales como los evangelios, la Biblia y los comentarios a los mismos.

Algún autor había propuesto que esa lengua era la heredera de la que hablaban los faraones, pero hasta el momento nadie había sido capaz de demostrarlo al no haberse podido leer con seguridad ningún texto jeroglífico. Champollion se hizo con copias de la piedra de Rosetta y comenzó con el intento de identificar sonidos en el texto jeroglífico. Comenzó con lo que creía era el nombre del rey, Ptolomeo. Los nombres de los faraones parecían aparecer encerrados en estructuras ovaladas denominadas «cartuchos» por su semejanza con los proyectiles de fusilería de la época. Se había propuesto con anterioridad que estos «cartuchos» encerraban los signos de los nombres reales, y la piedra de Rosetta solo mencionaba uno de éstos, el de Ptolomeo. Por lo tanto, los signos dentro de los «cartuchos» del documento deberían contener los sonidos de la palabra Ptolmaios, como aparece el nombre del rey en la parte griega del documento. Hacía falta saber la dirección y el orden de lectura. Champollion consiguió comparar ese «cartucho» con otro también conservado en suelo británico, el obelisco de Bankes, que muestra el nombre de Cleopatra. De esa comparación fue capaz de deducir la dirección y el valor de un puñado de signos. Dado que conocía el sentido del texto, por la versión griega del mismo, pudo darse cuenta de que las palabras que iban apareciendo ante él, a medida que iba deduciendo el valor de los signos jeroglíficos, eran muy similares a las de la lengua copta que él conocía muy bien.

«Je tiens l’affaire!» parece que exclamó al darse cuenta de ello un 14 de septiembre de 1822. Con una gran velocidad fue capaz de armar una estructura racional de explicación de su descubrimiento y presentarlo a la Académie Royale des Inscriptions et Belles Lettres menos de dos semanas después. Su descubrimiento fue recibido con sensaciones mezcladas, algo común en el campo académico y científico. Su juventud no jugaba en su favor. Sin embargo, su esfuerzo había abierto la puerta a una Antigüedad mucho más distante y larga que lo que el mundo clásico grecorromano abarcaba, ampliando la memoria colectiva de la Europa dispuesta a dominar colonialmente esas tierras cálidas y remotas. La clave de los jeroglíficos se convirtió en la llave de una memoria perdida y recuperada por el esfuerzo inquisitivo de un tardío ejemplo del Siglo de las Luces.

El teniente Bouchard regresó a su patria tras servirle fielmente y darle a la humanidad esa llave. Quizá su hallazgo debiera seguir su mismo camino.