Del exquisito Belvedere al vértigo abismal Francisco López Porcal reseña 'Suave es la noche', de Scott Fitzgerald.

Es cosa común entre los mortales, y en estos tiempos de sociedad-espectáculo todavía más, encumbrar a figuras rutilantes para después derrumbarlas al menor resquicio. La figura de Dick Diver en Suave es la noche (1934), de Francis Scott Fitzgerald, no sufre la iconoclastia dispuesta a actuar siempre por cualquier leve nube que ensombrezca el prestigio de quien ocupa un pedestal. Al contrario, es la particular autodestrucción del personaje lo que le arroja a su errático declive. Nueve años después de la publicación de El gran Gatsby, sale a la luz la historia de Dick y Nicole Diver bajo el sugestivo título procedente de Oda a un ruiseñor, de John Keats. Se trata quizá de la obra más autobiográfica del escritor estadounidense, dotada de una elegante estilística y un rotundo fraseo en una historia compleja y atormentada. En ella se cuenta la vida de este joven matrimonio norteamericano y su grupo de amistades en el ostentoso marco de la Riviera francesa y el cantón suizo junto al lago Leman durante los locos años veinte, ajenos al dolor creado por la recién terminada Guerra Mundial y una Gran depresión en ciernes. Su círculo no tarda en rendirse a los pies de la glamurosa pareja, un brillante psiquiatra y su atractiva paciente que resplandecen con luz propia en el escenario perfecto. Un mundo elegante y placentero, pero también sofisticado y extravagante, en el que para suerte de ellos el espacio se intensifica y el tiempo parece detenido, fluyendo en una rutina que juega a favor de los propios personajes:

«El funicular se paró de pronto y los que viajaban en él por primera vez se agitaron inquietos en sus asientos al quedar suspendidos entre dos cielos azules. […] Volvieron a ascender sobre un sendero de bosque y un desfiladero, luego sobre una colina que se transformó en una masa sólida de narcisos, desde los pasajeros hasta el cielo. Todos los que jugaban al tenis en Montreux, en las pistas que había junto al lago, parecían ya puntitos. Había una sensación nueva en el aire, un frescor que se encarnó en música cuando el tren entró en Glion y oyeron la orquesta que tocaba en el jardín del hotel».

En realidad, Suave es la noche no da cuenta solo de las frivolidades y contradicciones de la clase alta norteamericana del periodo de entreguerras, sino que constituye además un profundo retrato de la intrincada psique humana. Por una parte, el doctor Diver, pese a no ser una persona codiciosa, nunca olvidó las estrecheces de su padre —clérigo— para salir adelante en parroquias pobres. De ahí que el hijo siempre tuvo presente la necesidad de alcanzar la posición cómoda que nunca tuvo su padre, hasta que la atracción de Dick por Nicole, una rica y fascinante joven, colmaría su deseo de estabilidad económica. Lo que parecía una solución estallaría a la larga como un proyectil en su horizonte emocional, porque a causa de la enfermedad mental de su esposa, Diver se encontrará atrapado en una complicada relación cuyo objetivo sería la curación de Nicole. Ello le provocaría un galopante vacío que le alejaría cada vez más de la estricta vida familiar sufriendo los altibajos y recaídas de su paciente. Su cuñada, Baby Warren, mujer rica e insolente, constituye para el brillante psiquiatra la tela de araña en la que se verá atrapado. Dick sabía que necesitaba su dinero para sacar adelante su profesión asociándose con el doctor Franz Gregorovius en el negocio de una clínica de enfermos mentales situada en los Alpes suizos, en cuyas instalaciones recibiría tratamiento su propia esposa. La fulminante respuesta de Baby acelera la difícil escapatoria del doctor Diver: «Eres propiedad nuestra y antes o después tendrás que aceptarlo. Es absurdo que sigas pretendiendo que eres independiente».

En esta tesitura, la aparición de Rosemary, una jovencísima y hermosa actriz, viene a escindir su propia mente. Es decir, la disyuntiva entre el amor que siente el brillante psiquiatra por su millonaria y esquizofrénica esposa y la juventud de una actriz principiante que ocupe su vacío sentimental. Quizá Diver no poseía una especial inteligencia capaz de gestionar esta bifurcación. Y como a propósito escribe Enrique Vila-Matas en Anatomía de un desastre: «Al luchar por restablecer la salud mental de Nicole, lucha también por evitar que se derrumbe todo lo demás, es decir, su frágil mundo propio». Traspasar una línea inadecuada le condujo a un camino sin retorno en una lenta y progresiva caída incapaz de recuperar «aquella habilidad que antes tenía para tratar a la gente, que era como un objeto artístico ya deslustrado». De la lucidez a la locura, un curioso intercambio de papeles entre Nicole y su marido, arrastraron a este hacia una quiebra emocional. Así, la recuperación de Nicole ensombreció el mundo mental de Dick y por ende su desgaste como profesional de la psiquiatría: «Dick me tiene a mí —dijo Nicole riendo—. Me parece que ya es suficiente trastorno mental para un solo hombre».

La figura de Dick Diver, primero héroe y después villano, es capaz de despertar admiración, pero también compasión, pues los tiempos felices no son eternos. Como en un juego de espejos, en alusión a la leyenda de su creador Scott Fitzgerald, el brillante psiquiatra arrastra una imagen de perdedor, bello y maldito, fracasado y alcohólico que echa a perder su propio talento. Desgarrador. ¿Qué es lo que le ha sucedido al encantador doctor Diver para llegar a esta situación?, se pregunta el lector, ado que, por la propia naturaleza humana, mañana todos podemos ser Dick Diver, de las alturas al abismo, de la exquisitez a la aspereza. Y en este camino al precipicio, uno no deja de tenerle compasión y hasta cierta piedad porque en su proceso de autodestrucción la vida le ha deparado no pocas adversidades. Como dice la voz del narrador omnisciente: «A Dick lo habían comprado como a un gigoló y de algún modo había permitido que encerraran su caudal en las cajas de seguridad de los Warren». En los momentos de zozobra finales, Nicole confiesa sus dudas acerca de las tinieblas mentales de su marido. ¿Acaso era propiedad de su esposa? «Hay momentos en que pienso que todo es culpa mía. He sido tu perdición. ¿Entonces ya estoy perdido? —preguntó Dick afablemente». Sin embargo, como dijo Séneca, «nadie apunta en su agenda los favores recibidos», y Nicole, pese a reconocer que Dick había sido un marido excelente y cuidó de ella para que nada le hiriera —para eso fue para lo que estudió— respondía con desdén Baby Warren a su hermana, no tuvo con él la gratitud merecida. No siempre quien recibe lo que merece, y aun sin merecerlo, agradece lo que recibe, parecía decir Quevedo. Las páginas de la literatura universal están llenas de episodios de sonada ingratitud. Así, cuando Nicole olvidó todos los problemas que le causó a su marido, rabietas de adolescente y demás altibajos emocionales, comenzó una nueva vida junto a su amante. Se había obrado el milagro. El brillante psiquiatra había devuelto a su esposa al mundo que había perdido.

Al restablecerse la salud de Nicole, la figura del doctor Diver se pierde en la soledad del destierro, empequeñecido ya, diminuto en un mundo remoto, insignificante: «La última nota que envió llevaba matasellos de Hornell, Nueva York, que está a cierta distancia de Geneva y es un pueblo muy pequeño. En todo caso, es casi seguro que se encuentra en esa zona del país, en un pueblo u otro».

«Pero Dick Diver […] era perfecto», pensaba Rosemary seducida por la capacidad del doctor para cortejar al mundo entero. Probablemente cruzar determinadas fronteras, puede volver áspera y abismal la potente imagen de firmeza y seducción que posee un individuo, porque la vida puede ser sin pretenderlo una cruel ironía en un inesperado desafío. Así, en la tiniebla siempre es preferible tener alguien al lado para que —como recuerda John Keats— los caminos de musgo tortuosos de nuestra existencia no perturben la suavidad de la noche.

Francisco López Porcal (Mislata, Valencia, 1957) es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Valencia (1998) y doctor por la Universidad Cardenal Herrera-CEU de Valencia (2014), con una investigación acerca de la noción de imaginarios en el espacio ciudadano y sus conexiones con el discurso ficcional de la novela. Colaborador habitual en prensa diaria y en publicaciones especializadas, como Revista de Letras, La Vanguardia.com y Makma, revista de artes visuales y cultura contemporánea. Ha colaborado en libros como Santos Juanes: diversas publicaciones sobre esta Real Parroquia (Ayuntamiento de Valencia, 2002) y 101 relatos de la publicidad antigua (Vinatea, 2018). Recientemente he publicado el ensayo La Valencia literaria desde el espacio narrativo (UNED Alzira-Valencia, 2018) y la novela Atrapados en el umbral (Sargantana, 2019