UN LUGAR EN LA CUMBRE

El persistente rumor de las cigarras hace presagiar una jornada calurosa, aunque en esta terraza desde donde escribo se percibe todavía una agradable frescura matinal. De vez en cuando, un vientecillo cimbrea las copas de algunos pinos y ondula el agua de un tranquilo estanque. Trazos verdes aparecen salpicados por la blancura de unas adelfas y el carmesí de buganvillas trepadoras que, enloquecidas, invaden los muros de las casas más próximas. A la derecha, unas palmeras rompen la horizontalidad del plano visual. Al otro lado del barranco, multitud de villas suspendidas en el vacío, se encaraman hacia la montaña en un deseo de usurpar la majestuosidad de una torre que parece vigilar la cima del Cap d´Or. Una alargada y escarpada lengua de tierra que se adentra en el mar cobijando la playa del Portet de Moraira. Esta descansada mañana lejos del mundanal ruido, para decirlo como Fray Luis de León, parece desterrar crónicas de actualidad no deseadas. Una sensación que quizá experimentara Manuel Azaña en su refugio de La Pobleta en 1937 en medio de la frondosidad de la sierra Calderona. En su cuaderno escribía: “En este campo, silencio absoluto, sol mediterráneo, olor a flores. Parece que no ocurre nada en el mundo”. Tampoco parecía suceder nada en Villa Amparo de Rocafort, residencia del poeta Antonio Machado entre noviembre de 1936 y diciembre de 1938. Un chalé neoclásico de principios del XX con amplio jardín en el que el poeta andaluz recibió a intelectuales de la talla de León Felipe, Rafael Alberti, Max Aub, María Zambrano, o Ramón Gaya, entre otros. Remansos de paz en la casa de Vicente Aleixandre en el barrio de Santa Cruz de Sevilla y en la finca Elca de Oliva, un oasis de naranjos y palmeras junto al Mare Nostrum donde Francisco Brines vivió lo mejor de la infancia y los últimos años de su vida.

Alzo la mirada y observo absorto el penetrante dorado del sol en la mítica torre. Entretanto, una voz que suena a mi espalda rompe el ensalmo: ¿Prefieres que subamos al alba o por la tarde? Mejor al atardecer, respondo. Provisto de calzado adecuado, iniciamos el ascenso por una sencilla ruta entre rocas irregulares, algunas resbaladizas pero fáciles de sortear. Camuflado entre una espesa vegetación, el serpenteante sendero permite descubrir en algunos recodos el filo de abruptos peñascos abocados a un mar turquesa. La llegada a la cima del Cap d´Or ofrece un sorprendente panorama de la Marina Alta que acusa la tortuosa línea de acantilados y caletas que cabalgan desde Xàbia y Benitatxell. En sentido contario, el sol a punto de refugiarse tras la recortada sierra Bernia, permite distinguir en la lejanía el coloso de Ifac y la Punta Bombarda de l´Albir. Al lado, Alfaz del Pi.

Sentado sobre una roca, observo la robustez de esta torre vigía de planta circular levantada en el siglo XVI como parte de una red de puntos defensivos del litoral mediterráneo frente a los frecuentes ataques de berberiscos. En la vasta lámina azul me parece distinguir, como en un espejismo, unos imponentes navíos surcando el cabrilleo de las aguas a los sones de la bravía partitura que Hans Zimmer compuso para la película Piratas del Caribe. Finalizada esta ilusión engañosa, fijo la vista en el intenso contraluz de los brezos y avenas silvestres que adquieren la tonalidad ambarina del atardecer. Impresiona el silencio. Solo se escucha un rumor procedente de un mar azul oscuro, casi negro. En la inmensidad de la cumbre se alcanza una suerte de plenitud que ensancha el alma. Otro mar, el suave tapiz de coscojas y lentiscos oscila a merced de la brisa marina en una sensación de hermoso bienestar. La torre sigue ahí, enhiesta, dotada de una firmeza que recuerda las palabras de Eduard López-Chavarri en Proses de viatge:

  Altiva, majestuosa, però amb sonriure de cortesía, la gran torre era dona i era reina. Fins deesa semblava, vivint l´elegància i la noblesa dels records. (…) És a la llum del capvespre, quan la torre viu de veres. (…) Tota la dolça melangia dels records perfuma llavors aquelles pedres.

Es hora de abandonar la cima e iniciar el descenso. El crepúsculo tiñe el horizonte de rosados y añiles sobre las siluetas de las estribaciones montañosas. Algunas luces inician su parpadeo, las más cercanas, las de Moraira. En la lontananza se aprietan titilantes y minúsculas las de Calpe y a continuación se adivina un rutilante Benidorm cobijado por la Serra Gelada. Calma y sosiego en la noche inminente bajo una luna que derrama suavidad y lirismo en este instante fugaz de ensueño y contemplación. Aquí arriba las sombras ya se adueñan del sendero. Antes de emprender el regreso, echo un último vistazo hacia la lejanía. Allí estaba la ciudad de las estrellas, un bello escenario para un imaginario baile cinematográfico en el que una pareja de enamorados se mueve al compás de una romántica melodía, entre luces y rumores procedentes de un infinito remoto y eterno.

FRANCISCO LÓPEZ PORCAL

Escritor