La necesaria ‘declaración de prodigalidad’ contra la casta gobernante

 Alfonso Merlos

Hay casos en los que una persona tiene una conducta desordenada y pone en riesgo su patrimonio, malgastándolo de forma negligente y sin justificación. Es entonces cuando encuentra lugar la ‘declaración de prodigalidad’ de la citada persona, que la limita en su capacidad de obrar porque queda sometida automáticamente a un régimen de curatela. Eso significa que, como pródigo, no puede disponer ni administrar su patrimonio ni sus bienes, al decretarse su estado civil de incapacidad parcial, en lo que es el desarrollo de una acción que se toma para la protección de la familia.

Esta medida, específicamente, busca que haya personas que no incurran en el riesgo o peligro de ruina, perjudicando a otras con las que se relacionan: el cónyuge del afectado, los descendientes o ascendientes son los que pueden actuar y actúan, así, para prevenir situaciones dramáticas, tremendamente lesivas.

En las últimas horas hemos conocido, como una muestra estadística más para colmar un vaso que hace demasiado se desbordó, que las Comunidades Autónomas se funden casi 120 millones de euros en 2.500 asesores contratados a dedo por los distintos partidos políticos. Los ejecutivos regionales, de hecho, tienen en su conjunto casi un 50% más de asesores que el propio Estado y se gastan un 72% más, con Cataluña a la cabeza de esta inaceptable y onerosa factura.

No se trata de cuestionar el modelo del que España se dotó, administrativamente y para ordenar el territorio, en la Constitución del 78. Tampoco de que se ponga en la picota a aquellos profesionales, que debieran conformar un grupo muy selecto y reducidísimo, y que han de ser de la máxima confianza de nuestros mandatarios, más allá de oposiciones y concursos reglamentarios.

Sí se trata, muy por el contrario y con la máxima contundencia, con los datos en la mano, de denunciar lo que perfectamente podría llevarse a nuestros tribunales para que se procediese contra nuestros despilfarradores políticos.

Nuestra norma establece sanciones jurídicas precisas para quienes en sus conductas habituales y excesivas incurran en irregularidades, produzcan perjuicios y pisen un terreno que, si bien no alcanza ese extremo, se aproxima al de la pura y dura malversación de caudales públicos, algo incuestionablemente delictivo.

Frente a una casta privilegiada y que, grupalmente, se sitúa hoy en los estándares más bajos de los representantes que hemos tenido (padecido) en la historia de nuestra joven democracia, hay una sociedad civil que duerme o, como mínimo, sestea. Qué necesaria sería una palanca, apoyada sobre los propios rudimentos de nuestro Estado de derecho, para proceder durísimamente ante la Administración de Justicia, cada día y con cada decisión, contra politicastros de cuarta división que parasitan, ininterrumpidamente, el agujereado bolsillo de los contribuyentes.