Autocaravana Vivir. De Cadaqués a Bayona, recorriendo los Pirineos franceses

Viajar es vivir y aprender. No soy quién para dar lecciones de nada, pero así es como lo entiendo y lo disfruto. Después de aplacar mi incertidumbre visitando La Casa de Verges, el resto de excusas estaban por atender. Llegué a Cadaqués, y de nuevo mi alterada adrenalina se disparó. Esperaba encontrar un pueblo de costa, junto a Roses. Todo lo contrario. A la guarida de Dalí se llega tras serpentear kilómetros de montañas bordeando precipicios. Vale la pena. Preciosa estampa al atardecer recorriendo sus cortos y rocosos paseos marítimos, con islotes de fondo que sin ser el de Benidorm, reconfortan y evocan lugares cercanos.
Unos jabalís me reciben, pero lo considero una circunstancia, craso error. Tras pasear las calles del antiguo e histórico Cadaqués, encontrarme a mi vuelta por agradecida casualidad el cementerio que nunca dejaría de visitar, otra importante manada de jabalís me espera a la salida. Es ya noche cerrada, ninguna broma, encima de la caja de un poste de luz me subí hasta que esos grandes y ruidosos salvajes animales pasaron. La policía local me dijo que allí eran costumbre y alucinado llegué hasta Autocaravana Vivir, donde un intenso viento me hizo disfrutar de otra diferente noche. Ninguna se parece a la anterior en esta aventura sobre ruedas que instala el hotel en los lugares más insospechados.
Al despertar, la Casa Museo de Dalí me esperaba en Portigart. Era lunes y estaba cerrada, daba igual, vi lo que quería, el prodigioso entorno donde se ubica, frente al marco que se dibuja del primer mediterráneo español, con feroz y continuo viento de levante, que da sentido a esa bohemia estampa que supongo el pintor de Figueres buscaba cuando se decidió por aquel escondido lugar.
No hay tiempo que perder, el sur de Francia nos espera. Y nada más cruzar La Junquera vuelve la magia de la incertidumbre, ¿a quien se le ocurre estrenar móvil antes de viajar?, me quedo sin datos y por momentos no se bien dónde estoy, ¡que pasada¡. A la fuerza se aprende, y eso pasó. Hora y media después, tras pasar Perpiñán y Narbona, estaba en Lespignan, uno de los dos pueblecitos a los que mis padres me llevaron hace cuarenta años, junto a Beziérs. Una sensación de felicidad e intriga subsanaba el déficit que tanto duraba. Me puse a buscar a monsieur Fernández, mi tío Alonso, primo hermano de mi madre, al que encontré, no sin alguna dificultad. Ese francés que estudié hace años resurgió de improvisto y yo mismo alucinaba al escucharme. Es como montar en bici, nunca se olvida del todo.
Una pastilla del buen de turrón de mi amigo Kiko Sirvent hizo el resto. Mi tío se puso a cantar al verme, que felicidad. Cuatro horas de conversación y cita para el día siguiente, pues juntos iríamos a Boujan para visitar y comer con el resto de primos de mi madre… esa que nunca falla y siempre me acompaña. Despertar y recorrer los inmensos viñedos del entorno de esos maravillosos pueblecitos donde en español te comprenden casi todos, era el placer matinal que faltaba. Cubierto el expediente lo mejor estaba por llegar. Antonio, Fernando, Josie, Jacqueline, Silvie, Patrick y Alonso, me esperaban en comitiva como si fuese alguien especial. Supongo que mi madre sintió una gran felicidad, todos la besaron y la recordaron.
La aventura nunca para. Carcasona, otra leyenda de ciudad que todos recomiendan, era el siguiente de mis destinos. La silueta de La Cité, tal y como llaman a su ciudadela/ fortaleza, me impactó de tal manera, nada más entrar en sus dominios, qué a pesar del frío, las horas de actividad y los kilómetros recorridos, sólo unos minutos me separaron de salir a contemplarla. He visitado decenas de castillos en España, mejores y peores, grandes y pequeños, conservados y derruidos, pero como ese monumento Patrimonio de la Humanidad, no he visto nada igual. No estaba viendo un castillo, estaba entrando en una ciudad del medievo, con calles y casas tal como las dejaron sus antepasados. Pasear por dentro de las murallas, de noche, con viento gélido y agua-nieve, el encanto de las luces anaranjadas y en la mayor de las soledades, no tiene forma de describirse. Estuve extasiado durante un tiempo. Hablaba solo, no daba crédito. Era un espectáculo. De repente me había convertido en el invitado en medio de un pueblo medieval que dormitaba. Precioso espectáculo que no olvidaré.
Tras dormir bajo una continua lluvia, volví de nuevo. La actividad de las calles y el impresionante cementerio a las puertas de su entrada principal, describían el perfecto sentido de la visita. Todo el sur de Francia respira vejez señorial. No son pueblos como los de la España del interior, siendo menos bonitos dejan entrever mayores vivencias. El orgullo por su bandera me daba cierta envidia....
Pero la vida no es perfecta y paseando por Carcasona, me llamó mi amiga Rosi para decirme que Carmelo había muerto. Me puse a llorar. Un matrimonio que conocí en 1.985 durante las fiestas de Benidorm y que ningún año fallaron en llamarme o venir a verme. Dos personas increíbles de Pradejón, en Logroño, que jamás olvidaré, y a las que, ahora me alegro de manera especial, hemos pasado a visitar varias veces en nuestros recorridos con Autocaravana Vivir.
Bayona estaba a casi 400 kilómetros, excesivos para un solo trayecto. Empecé el recorrido sabiendo que ningún peaje cogería. Casi 4 horas para hacer algo más de la mitad del camino. Junto a Lourdes y Tarbes he hecho noche, en un pueblecito frío cuya estampa principal eran los magníficos Pirineos que quedaban enfrente. Amanecer y seguir. Ya estoy en Bayona, esta ciudad que tantas ganas tenía de conocer, sin tener claros los motivos… o sí. Voy a ver si los descubro del todo y consigo describirlos.